Stalin: gangsters y coristas

Por: Diego A. Manrique 16 de mayo de 2014

StalinpropagandaLeer La maldición de Stalin (Ediciones de Pasado y Presente) da miedo; supone asomarse a un precipicio insondable de maldad y sadismo. Que conste que no solo es un pliego de cargos: el estudio de Robert Gellately también presenta al estratega magistral, que subordinaba la expansión mundial del comunismo a los intereses imperiales de la URSS, y que desarrolló prodigiosas artes de negociación y persuasión, con las que derrotaba una y otra vez a sus correligionarios o a los representantes occidentales. El monstruo era tan inteligente como culto.

Stalin funcionaba, en la jerga actual, como un microgestoSTALIN gellatelyr. Se implicaba en el destino (generalmente, fatal) de sus teóricos enemigos y sus familias. Decidía cómo tratar a sus contrincantes: orquestados procesos públicos, juicios secretos o eliminaciones disimuladas como accidentes. Más extraordinario aún, resolvía personalmente lo que era conveniente en ciencia, arte, literatura, teatro, música y cine, orquestando aterradores encuentros a cara de perro con Eisenstein, Shostakóvich o Prokófiev.

Después de ganar la Segunda Guerra Mundial, determinó que demasiados ciudadanos soviéticos se habían hecho ilusiones de una apertura, por no hablar de los millones de soldados que habían asombrado ante el nivel de vida en los países burgueses. Para enderezar la deriva ideológica, se trajo a un aprendiz de Torquemada, su consuegro: Andrei Zhdánov.

Responsable de la política cultura, Zhdánov recuperó la hegemonía del realismo socialista, lo que suponía aterrorizar a los cosmopolitas que se habían desviado de la línea del partido. Una de sus famosas frases decía que “el único conflicto posible en la cultura soviética es el conflicto entre lo bueno y lo mejor”.

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